jueves, 17 de agosto de 2017

Aranjuez. La Puerta del Bosque / Sueño

Aranjuez / La Puerta del Bosque / Sueño


Aranjuez / La Puerta del Bosque
    He observado que, cuando duermo cara al cielo, al techo, vamos, es cuando los sueños escapan de su habitual zona inconsciente para ocupar la memoria consciente, penetrando en el mundo que decidimos real, y son recordados como una actividad más.

    Supongo que es ésta la causa de que recuerde en particular este sueño.

    Quizá existen otros motivos, que no me interesa investigar.

    Probablemente la luz del techo me sugirió el escenario:

    La luz del sol de principios de verano filtrándose a través de las hojas estrelladas del Liquidámbar que la primavera, que se acababa, había transformado en tupidas  y sombrías copas.

    Luces cambiantes al lento ritmo del paseo, filtradas por los diferentes verdes, amarillos, rojos de sus hojas.

    No conocía lo suficiente el Jardín:

    Tan sólo había paseado de forma descuidada y atento a mis historias interiores por sus avenidas arboladas y sus bosques artificiales.

    Pero, evidentemente, mi subconsciente no dejó de trabajar, porque, como en todos los sueños, las sensaciones eran muy vívidas y particularmente precisas, acaparando detalles indudablemente reales.

    Sin duda la imaginación y mis temas ocultos completaban sin pudor los detalles.

    Miraba al cielo, y sentía la húmeda bruma que levantaba al andar.

    Al frente una abertura en la arboleda, a cielo abierto, azul y limpio de nubes, incluso de aves.

    La Montaña Rusa se dibujaba sobre el fondo, nítida, como una tarta de brócoli.

    Sólo verdes oscuros, salteados de grises troncos de plátano.

    Y en su cúspide el pabellón de madera que servía de mirador, entre otras funciones más privadas que permitía su situación privilegiada.

    El camino se veía despejado, y avancé decidido, pero sin prisa, hacia la salida del húmedo túnel que se defendía aún del verano mesetario.

     El claro no parecía grande.

     El tupido bosque bajo, cercano, ascendía sin interrupción.

     Sólo el mirador, arriba.
 
     El agua de la acequia de ladrillos macizos refrescaba, cantarina en su discurrir, la solanera.

   Cruzaba transversal, pero se interrumpía para cruzar subterránea mediante sendos sifones que permitían seguir el camino de tierra invadido de grama seca.

    La corriente de agua encauzada marcaba una aduana siempre abierta:

    La puerta del bosque nunca estaba cerrada para penetrar en él.

lunes, 1 de mayo de 2017

Aranjuez. La casa de los espíritus.

Los espíritus no necesitan tejado.

Ni salón comedor, ni baño.
No necesitan cocina, ni despensa.
No les preocupa el sol, ni el aire ni la lluvia.
Ni la puerta.
No precisan de cama, ni de techo.
Ni de luz ni escalera.
No respiran, ni sienten ni padecen.
Pero tienen su casa.

Espíritus sin frontera te ofrece hogar aquí.

sábado, 18 de junio de 2016

Apocalipsis

Que después del enésimo Apocalipsis que nos aguarda algún científico estúpido querrá saber por los restos de mis maltrechos dientes qué estaba cenando.


Aquello era un vulgar botellón.

Muy vulgar.

El alcohol se derramaba sobre el césped, impregnaba la tupida arboleda con su olor dulzón.
Los asistentes que nos recibían –es un decir- desde luego no estaban en condiciones de dar la voz de alarma si en lugar de visitantes fuéramos agentes de la autoridad.
Restos de vómito sobre la ropa, pupilas dilatadas, miradas perdidas. Sin consciencia del momento.
Según Fulcanelli, estábamos llegando. Sólo había que seguir ese rastro.
Algunos, de los que no estaban del todo inconscientes, con aspecto de zombies, se cruzaban con nosotros, mirándonos con extrañeza.
Nuestro atuendo, al parecer, no era el indicado para el festejo.
Tampoco se mostraban agresivos. Ni parecían amenaza seria.
Mi relato de los sucesos en los tejados de la catedral, bastante recortados, pero esencialmente completos, habían hecho reflexionar a Fulcanelli.
Aunque adivinaba que la cosa no se redujo a una aparición repentina de Eugène, y su resolución de la amenaza, no insistió en recabar detalles. Y yo no los aporté.
Estaba más interesado en llevar a cabo esta excursión que nos había propuesto, a Juan y a mí, supongo que para ahorrar explicaciones sobre lo que puede ser, sin más, mostrado. Ya me había adelantado su intención de aleccionarme. Y evidentemente le pareció más importante esto que mis batallitas, no siempre reales…
Y como la decisión me convenía, no insistí, me deje llevar, de nuevo.
Por eso atravesábamos aquel bosque a aquella hora intempestiva.
(…)
A la única luz de la luna, sospecho que para los asistentes con que nos íbamos cruzando no éramos más que bultos que se movían demasiado deprisa.
Fulcanelli, Juan y yo, por este orden de marcha, simplemente los íbamos evitando.
El alquimista parecía tener claro a dónde quería llegar. Sin embargo, no sentí que siguiéramos ningún sendero. Lo cierto es que la vegetación, la arboleda, se iba haciendo más tupida, y la luz de la luna apenas nos ayudaba ya.
Entendí que seguíamos la dirección contraria a la de las personas con que nos íbamos cruzando. Que volvían de alguna parte.
La oscuridad se hizo casi total. Y el bosque parecía rodearnos por completo.
Juan seguía a Fulcanelli, guiándose por el tacto sin duda, y yo, procurando no perder el contacto físico con Juan, pisaba sin duda sobre sus huellas.
Pude sin embargo observar que el alquimista estaba guiando sus pasos haciendo uso de una herramienta particular, un leve halo de luz verde pálido que iluminaba apenas unos centímetros cuadrados por delante de sus pies, y que parecía proceder de su pecho…
No era una linterna que hubiera sacado de la nada. Ni, por supuesto, la improbable pantalla de un móvil.
Finalmente, lo relacioné con la gema que ayudó a Celia cuando en nuestra excursión subterránea la oscuridad se hizo total.
Y así debía ser.
De mis recuerdos inconscientes extraje la imagen de una pieza verde, translúcida, sujeta por un apretado cordón oscuro que rodeaba cuello del alquimista, y que su barba solía ocultar.
Un pequeño, discreto adorno, que lo acompañaba siempre.
Y del que hasta este momento parecía yo no haberme percatado.
¡Siempre tan detallista, Brigitte!
¡Incapaz de ver el bosque, ni los árboles, ni nada que no me pusieran delante de las narices!
Mi educación de exploradora siempre fue nula.
En fin, al menos había sido capaz de establecer la relación entre la piedra verde y la luz.
Verde pálido. La de Celia, azulada.
Supongo que tendrá algún significado.
Supongo que, después, olvidaré indagar sobre el tema.
Supongo que me pierdo en estas reflexiones, inútiles, porque hace rato que no se escucha nada, salvo nuestros pasos acolchados por el musgo, ni vemos a nadie, ni hay más luz que la que proyecta Fulcanelli.
En aquel momento, iba a comentar algo, a preguntarle algo a Juan, para escuchar por lo menos mi propia voz. Justo entonces, y a la vez, aparecieron la luz y el sonido hacia donde probablemente nos dirigíamos.
Lejanos, pero ciertos.
La luz de una hoguera. La música de una flauta.
Enseguida se hicieron más nítidos, la distancia no era tanta.
Esperaba algo así. No me sorprendió que nuestros pasos se acortaran, casi se detuvieran, para no ser sorprendidos ahora, y poder encontrar un punto discreto desde el que observar y escuchar lo que sucediera en aquel Rave, akelarre, o lo que fuera…
Cerca del amplio y previsible claro del bosque, a la sombra que del fuego proyectaba un enorme tronco, nos detuvimos.
Juan y yo nos adelantamos, dentro de nuestro oscuro escondite, para poder contemplar lo que pasaba.
(…)
Ese tipo de felación me pareció obsceno.
Al muchacho de las gafas, un yogurín, lo sometía a exploración una mujer de cabellos coloreados, por su espalda. Mientras, el chico parecía más atento al busto bamboleante, apenas oculto, de una pantera que avanzaba a gatas en su dirección, intentando ser sensual con los labios -de un violeta chillón-, quizá humedecidos, quizá sólo brillantes de forma artificial.
A su grupa, caminando a su ritmo, un fauno peludo restregaba su sexo sobre la leve falda que mostraba algo más que sus muslos
Estábamos muy cerca del centro del akelarre.
(…)
Fulcanelli llamó mi atención  con un gesto, para sacarme de la distracción que suponía esa sucesión de escenas variopintas, sobre el escenario del fondo.
Al fondo, una escolta de nueve monjes negros, encapuchados, rodeaban la plataforma.
Elevados del resto, sobre tronos, hieráticos, Celia y Samael presidían aquella ceremonia desquiciada.
Destacaba el ópalo de Celia, luminiscente.
La gema de luz de Samael tendía al rojo sangre.
La piel, transparente, de ella, resaltaba con palidez azulada, enmarcada en rizos dorados.
Estaba preciosa…
Si el objetivo de Juan y Fulcanelli era mostrarme esa cara oculta de Celia, y su evidente perversión, no estoy segura de si lo estaban logrando.

En cualquier caso, reservando mis sentimientos reales, me di por satisfecha. No me apetecía quedarme mucho tiempo por allí.


lunes, 30 de mayo de 2016

Fuente de hércules

Puesta de sol en el jardín.
Con la lección bien aprendida, elegimos una hora tardía.
Era preciso permanecer dentro del jardín después de la hora de cierre. Pero Eugène aseguró que esto no sería problemático, aunque no explicó sus planes.
Como de costumbre, reprimí mi deseo de preguntar.
Pero permanecer escondidos dentro del jardín mientras los guardias hacían la última ronda antes de cerrar las puertas de hierro no me parecía una misión complicada.
Ni siquiera, por lo que había podido observar, hubiera sido dificultoso entrar o salir del jardín fuera de las horas permitidas, utilizando para ello cualquiera de las puertas que sobre pequeños puentes cruzan la ría, que no se abrían nunca y que por ello estaban siempre descuidadas de vigilancia.
Otra cosa sería pasar desapercibidos ante los circuitos cerrados de televisión que ofrecían a la central de vigilancia barridos de imágenes desde posiciones estratégicas.
De todas formas, como de costumbre, no me quise preocupar de esos detalles, yendo con Eugène...
Como vulgares turistas curiosos, entramos al parterre por la puerta principal, con bastante tiempo por delante, y paseamos bajo los magnolios siguiendo la verja de la ribera del río, camino del puente que comunicaba el parterre y el palacio con la isla.
Nos detuvimos a ver cómo unos niños alimentaban con migas de pan a los haítos patos que deambulaban abajo, en un remanso del río tras la presa, porque nos sobraba tiempo y era agradable ver discurrir el agua verde, tempestuosa sobre la cascada, calmada un poco más abajo.
Después, tras rodear a Hércules, enfilamos el largo corredor de fuentes que desembocaba en la de Baco, atravesando muchas otras, entre las que se encontraba nuestro objetivo.
En un rato estábamos sentados, hipnotizados por las piruetas acuáticas y las borboteantes composiciones musicales del único chorro de agua que se eleva sobre la sencilla pileta del Anneau-Tournant.
Nuestro silencio, respetuoso con el ingenio artístico, no fue de momento roto, por tácita decisión. Simplemente, dejábamos que el tiempo discurriera, como el agua.
Eugène había tomado mi mano con la suya izquierda, como otras veces, como en forma casual.
Un leve cosquilleo, un leve escalofrío que atribuí a mi melancolía, parecía alcanzarme a su través.
Su mano se notaba fría, pero en absoluto desagradable.
Cuando observamos que los paseantes se iban dirigiendo sin prisa hacia la salida, porque varios avisos en forma de toques de corneta desafinada, a nuestra espalda, advertían del inminente cierre, hice amago de levantarme, al observar a nuestra espalda que el guardia uniformado, con la corneta en la mano, cerraba la lenta procesión.
Pero Eugène aumentó un poco más la presión sobre mi mano, en muda señal de que permaneciéramos inmóviles, sentados sobre la fresca piedra del banco.
Cuando el guardia llegó a nuestra altura, dirigió su mirada al banco vacío de su izquierda. Luego al de su derecha, donde nosotros encaramos sus negras gafas de sol.
Sin hablar, volvió la mirada al frente, hacia la fuente, para rodearla, justo por delante nuestro, al tiempo que volvía a embocar la corneta, emitiendo, un poco más adelante, otro monótono y desafinado aviso.
Al poco, desapareció bajo las sombras de los árboles del largo paseo.
Cuando se hizo evidente que el último turista, seguido del último guardia, habían abandonado el jardín, Eugène acarició un momento mi mano sudorosa, antes de soltarla.
He de confesar mi perplejidad, en primera instancia.
Contemplando al guardia alejarse, con la boca un tanto más abierta de lo normal -la mía, quiero decir-, me preguntaba si el vigilante pudiera formar parte del complot de amigos de Eugène y el doctor, lo que ya no me resultaba tan descabellado; pero me pareció improbable, porque la clara impresión que me produjo su mirada y su actitud tras los negros cristales no era de complicidad, como hubiera sido el caso, sino de que, en realidad, no nos había visto.
Lo cual era, a todas luces, impensable.
A mi memoria acudieron las aventuras que a medias me había contado Eugène, aquellas exploraciones donde no se explicaba de qué forma había ella podido frecuentar ciertos lugares a la vista de todo el mundo sin tener problemas...
Cuando soltó mi mano, que me restregué sorprendido, le pregunté directamente por ello.
Me resistía a sorprenderme más, aunque mi boca, aún abierta, me delataba sin duda, al tiempo que ella sonreía.
No me explico por qué, su sonrisa me tranquilizó, contra toda racionalidad.
Pero es que llevaba tiempo sin sonreír.
-¿Le conoces? –inquirí por fin.
-¿A quién?¿A ese? No.
-Me lo temía ¿No nos ha visto?
-No. Ha visto el banco vacío, como debía de estar.
-¿Porqué?¿Cómo?
-Nuestros átomos no estaban allí cuando él miró.
-¿Y dónde estaban? –quería ganar tiempo, recapacitar.
-Estaban disueltos en la piedra, en el aire, en el agua, en la vegetación. Él ha visto el banco de piedra, la fuente, los árboles...
-¿Qué? ¡Yo no he notado nada!
-¿Y qué querías notar?
En el fondo, me gustaba que ella disfrutara de tan extraña broma, tras tan largo autismo. Salvando mis dudas, le seguí la corriente:
-Pero yo te veía.
-¿Seguro?¡Tú estabas mirando al guardia! Ni siquiera te has visto a ti mismo.
-No entiendo nada.
-Si lo quieres saber, se trata de Alquimia aplicada.
-¿Qué?

-Lo aprendí en París. Se trata de interpretar correctamente los textos de, por ejemplo, Nicolás Flamel. Contando con un buen maestro, claro. Yo conocí a Fulcanelli.

domingo, 22 de mayo de 2016

Diana Cazadora

Diana cazadora

Los espejos y la paternidad son abominables (mirrors and fatherhood are abominable) J.L. Borges


Necesitaba un espejo, aunque me resultara odioso.
Antes de tropezarme con alguien que se preguntara qué andaba haciendo por allí aquella andrajosa, y avisara a la policía.
Eso no había sucedido aún, pero mejor preverlo. Pasos cercanos lo presagiaban.
Intenté, pues, disolverme en el paisaje. Salí de la luz del camino para ocultarme en la sombra de la arboleda. A tiempo. No me vieron porque sus ocupaciones les mantenían absortos. La pareja levitaba, lentamente, a la vuelta del seto…
Lejos de mi intención molestar. Esperé, paciente, reflexiva, que me superaran, y volví al camino, que seguí, todavía sin plan.
Reconocí la fuente que me interceptaba el paso, aunque llegué por su espalda.
Diana, el cabello sujeto, me ofertaba su hombro desnudo. Lo que necesitaba, para llorar, o contar a su oído.
El sabueso que la acompaña no le advirtió de mi llegada, aunque debió verme. Permitió que me apoyara sobre su hombro desnudo. Allí estaba yo, recortada contra el cielo en el espejo de agua.
No era tan grave como había pensado. Sólo mi expresión, que me apresuré a deshacer rompiendo el reflejo con la mano para refrescarme la cara, indicaba descuido. En seguida me deshice de la pintura de guerra con la que habían quedado decoradas mis mejillas en algún momento indeterminado de la fuga.
Esperé que se calmaran las aguas lo justo para verificar que no portaba atributos indeseados. Y volví a romper el espejo, entrando impulsivamente dentro del estanque.
Eso no lo iba a arreglar, pero necesitaba refrescar mis piernas, y apoyarme, rodeándola con mis brazos, en la espalda marmórea de Diana, que paradójicamente sentí tibia, por debajo de sus rizos dorados. Conocía esa textura. Conocía cada centímetro de la piel de Celia. Lilith suspiró, excitada. Su disfraz de diosa no me engañó.
(…)
Pero no afloró de la estatua. Me hundí profundamente, en la negrura del deseo…
Emergí…
(…)
Allí estaba su espíritu, ella no.
¿Dónde estaba yo?
Cuando decidí cesar en mi culto a la piedra, impulsada en la nada, asomé sobre su hombro. Me gustaría quedarme allí enredada, pero ya me había detenido demasiado.
El paseo, arbolado, recto, se perdía en el horizonte. El inconfundible jardín de Aranjuez.
Me despedí del espíritu de Lilith con un beso sobre los fríos labios de Diana, y comencé, mojada, a caminar de nuevo hacia no sabía dónde.

El silencio era abrumador, anormal. La soledad parecía absoluta. Olvidé a Diana cazadora en reposo, y me interné por el paseo de tierra, bordeado de Boj.

domingo, 15 de mayo de 2016

El mar de Ontígola Buda

-“Buda” parece remitir a la India, al Tibet, al oriente, en cualquier caso.

El doctor, que nos esperaba en el portal de mi apartamento, fue introducido por Eugène con prisas y sin consideración en el ascensor.

Nada más subir los tres, Eugène -que nos precedía- se abalanzó sobre mi ordenador mientras simulaba escuchar al doctor, que se sentó en la única silla, reflexivo.

Menos mal.
Ambos me ignoraban, sin embargo, para no perder la costumbre.
-¡Buda!¡El oriente! –exclamaba Eugène.
-No tiene por qué ser así, por otro lado. Por ejemplo, la capital de Hungría es la unión de dos ciudades, Buda y Pest, siendo este Buda de origen traído de oriente a centroeuropa, que también fue musulmana, y que sigue siendo cruce de caminos entre oriente y occidente.
-Me agradaría esta solución, porque Budapest es un bello lugar.
-La India, en cambio, es un subcontinente inmenso, en el que podríamos andar buscando demasiado tiempo, incluso no encontrar la pista jamás.
-Es por eso que... –nada, ni caso-.
-Sin contar con que Buda no se limita a la India, sino que se extiende su influjo por archipiélagos y países lejanos, incluidas zonas de la inmensa China.
-Es la solución más complicada.
-También se puede pensar en un juego de palabras, que no ha de ser muy complejo, con tan solo cuatro grafos en la combinatoria”.
-¿Buscamos en Google?
-Pero yo no voy a ir a ninguna parte –traté de interrumpir con firmeza su diálogo-. 
-Ya –Eugène debió sonreír interiormente. Parecía seria, sin embargo; más bien poseída. No dejó de repasar las agencias de viajes, como si no me hubiera escuchado, apurando los megabytes de velocidad de mi conexión a internet. La de la editorial.
-Aquí hay algo interesante –comentó el doctor, mirando a la pantalla sobre su hombro-. Es un vuelo desde Heatrow hasta Calcuta, con escala en El Cairo.
-Yo tengo mucho que hacer aquí –insistí enfadado, como si hubiera alguien prestándome atención-. Además, necesito el ordenador...
¡Como si eso les fuera a cortar!
-... desde El Cairo, ha de haber algo para Jordania; y es muy económico, porque cogemos plazas que no se van a utilizar hasta El Cairo.
Leía el doctor, sin mirarme siquiera, sobre el hombro de Eugène, que tecleaba con energía y velocidad.
-Pero sólo hay dos plazas –se adelantó Eugène.
-Mejor, porque yo no voy –insistí.
¡Como si hablara con la pared!
-Es cierto. Mira éste. Paris Amman. Directo, desde Orly.
-Es algo caro. No importa: Mira las fechas.
-La semana que viene; perdimos el de ayer. No vale. Debemos salir antes.
-Por mí como si os vais ya mismo –le dije, de pie, las manos sobre la espalda, a la persiana de la ventana-.
-A ver éste. Stuttgart, Roma, El Cairo. No me gusta el aeropuerto de Stuttgart. Habría que salir de Roma. Madrid Roma o Madrid Milan es diario, desde Barajas.
-Yo voy a hacer mi maleta, y me voy para O Grove, que no tiene aeropuerto, desde Chamartín –le comenté ahora a un taburete vacío.
Las pantallas seguían apareciendo en mi máquina, que sin duda no estaba acostumbrada a tal trasiego, y quizá se molestara. Deseaba que el ordenador estallara por el esfuerzo, o le entrara algún virus, o se colgara, o algo de lo que me sucedía a mí tan a menudo, para que al menos se fueran a planear sus viajes absurdos a otra parte.
Nada de eso sucedió, sin embargo: El aparato se comportaba como si siempre hubiera funcionado de aquella forma alocada.
Pensé -una vez que la máquina me había traicionado- en llenar mi bolsa de deportes y huir a las Rías Bajas de inmediato, como había amenazado.
Me dirigí al armario, tratando de no escuchar.
-...en dos días estamos en El Cairo, y después a Jordania otros dos, como máximo...
-¡Aquí hay un charter directo Madrid Amman! Si es verdad lo que dice, puede resultar: Estaríamos en Petra en dos días. Mira a ver si hay plazas.
No quise oír más. Me fui a paseo. ¡Era el momento de coger el toro por los cuernos!
No parecieron percatarse.
Bajé corriendo, cabreado, y tome el camino del Pub, aun sabiendo que a las doce de la mañana estaría cerrado.
Iba hablando conmigo mismo, pero no sé lo que me decía.
Quizá valoraba la posibilidad de separarme de Eugène ahora, porque noté un vacío doloroso en el estómago, al entrar en el Albero... 
Era un paseo de diez minutos, que me sentaría bien. Un paseillo desafiante:
¡Que me quieren llevar ahora al quinto pino!¡Y un cuerno! ¡Cojones de pato!, como dice Gema.
¡Antes me cojo el tren, sin equipaje, y me marcho a Pontevedra!
Además, en Amman estará prohibido el alcohol...
El paseo, por lo demás, estaba resultando agradable: La primavera se comportaba; los almendros del huerto de las monjas de clausura maduraban, sobre la tapia. Los pájaros andaban dando la paliza por todas partes. Los árboles aportaban su sombra ya agradable, aunque tampoco el sol resultaba todavía agobiante. El cielo era azul cielo, despejado. Habían regado, el ambiente estaba fresco y el verde predominaba.
La alternativa se auguraba triunfal. El ambiente colorido.
(Ese dolor de estómago, que no se iba...)
Cuando llegara al Pub, como estaría cerrado, elegiría cualquier terraza cercana para tomar un Martini seco. En su terreno: Este morlaco de salida tan impulsiva al que yo había recibido a porta gayola, precisaba ser picado. ¡Que se las entienda con un par de puyazos bien administrados! En la terraza, leyendo el periódico que podía  comprar de camino.
Mejor un periódico deportivo, el Marca, el As, daba igual, no me apetecía pensar en problemas. Ya tenía yo...
Efectivamente, el Pub estaba cerrado.
Y en la esquina opuesta, una concurrida terraza. La plaza estaba repleta, hasta la bandera...
Cogí el Marca del mostrador del kiosko, miré el precio, y le di al kioskero, que estaba comentando algo con un par de parroquianos, una moneda. Sin mirarme, me devolvió el cambio. Y los dejé allí, solucionando los problemas del mundo, fumando sus puros festivos, pensando mientras en mi Martini en vaso largo. Estudiando, desde la barrera, las evoluciones del astado; preparando la faena.
¡Petra!¿Dónde pilla eso?...
Cuando me acercaba a una mesa vacía, sonó el móvil. Me había olvidado de olvidarlo. El bicho se encontraba ahora en ventaja, me tenía contra las tablas.
Miré alrededor, donde incluso el camarero comprobaba si el sonido procedía del suyo, hasta que todo el mundo acabó mirándome, porque el pitidillo me delataba: No tendría ayuda de peones ni monosabios.
Intenté disimular, porque no quería descolgar. Pero el trapo -la responsabilidad-, estaba en mi mano, y procedía salir con un trincherazo, ya que era arriesgado el natural:
Sospechaba quién podía ser. Estaba seguro, vamos. De hecho hacía poco que yo me había habituado al móvil. Y a llevarlo conectado. Desde que conocía a Eugène, para ser exacto. Antes estaba mejor desconectado; o no llevarlo, mejor aún.
En este momento lamentaba el cambio de hábito.
Ostensiblemente, ante la mirada de toda la terraza, saqué la dichosa maquinita, recogí bruscamente la muleta, descolgué y colgué de inmediato. El trincherazo, en principio, resultó efectivo.
Tomé asiento, mientras estudiaba la forma de apagar el maldito chisme. Pretendía proteger la muleta del viento traicionero...
No me dio tiempo: Volvió a sonar. El toro me había visto.
Había despertado la curiosidad de mis vecinos de mesa, expectantes desde la grada, en silencio respetuoso.
El camarero, que se acercaba a atenderme, se paró delante de mí, sin preguntar por mis deseos: Toda la terraza esperaba que se resolviera el asunto.
Decidí que era mejor descolgar. Prepararme para el izquierdazo natural.
Hice seña al camarero de que después, pero no se movió; no tenía ninguna otra mesa que atender, y le sobraba curiosidad. Mantenía los trastos de matar preparados, pero no me los dio.
-Diga -¡como si no supiera quién era!- Estoy en ( y nombré una calle al otro extremo del pueblo; me estaba habituando a mentir de un tiempo a esta parte. No sé de quién se me habría pegado). Pero la respuesta al engaño del trapo no había sido la prevista.
-¡No! –contesté- ¡Que no! –elevé la voz, con intención, al tiempo que me levantaba-.
Todo el mundo estaba ya pendiente de mi accidentada conversación. La faena pasaba por una fase crítica.
Habían escuchado mi mentira, tan evidente, mi apurada salida por los medios.
Pero yo había encontrado el botoncillo de apagar. Necesitaba recuperar el aliento, sacar al bicho de su terreno.
¡Hasta nunca, doctor! –pensé, tomando distancia imaginariamente, alejándome con chulería.
Me senté, pedí con ceremonia estudiada mi Vermouth, saludando al tendido sonriente -¡Así se torea!-, desplegué con ruidosa energía el periódico, lo abrí de forma aleatoria, y me puse a leer atentamente las declaraciones de un famoso futbolista que negaba toda posibilidad de traicionar los colores de su camiseta, situadas al lado de una información más extensa donde se explicaba con detalle cómo se había producido la transferencia económica de aquel mismo jugador, sonriente en la foto, haciendo piruetas con un balón sobre la punta de la bota de una conocida marca especializada en deportivas; capotazos ventajistas que no agradan a los entendidos, pero qué otra cosa podía hacer ante semejante res.
Mi concentración era tal, que no advertí cómo Eugène y el doctor tomaban asiento, en silencio, detrás de mi periódico, completamente desplegado. Me había despistado un instante, y el animal se había arrancado a mi espalda, aprovechando el adorno poco arriesgado que pretendía dar satisfacción a una mayoría de la grada.
Creo que algo que hizo el camarero -probablemente atender a su llamada, un ¡Ehe! desde el tendido-, fue lo que me los hizo notar. Precisaba una salida hacia la talanquera, recuperar la ventaja desde lugar seguro.
Hacía rato que no leía, ni pasaba la página...
¿Unos diez minutos, quince? Me amenazaba el primer aviso. Debía apurar la faena, y me dispuse a ello.
Como fuera, allí estaban. Me parapeté tras la barrera.
Pero Eugène –a menudo los toros tiene sobrada energía como para superar la barrera de un salto- asomó por detrás del periódico, estrujando hacia abajo por la fuerza la parte superior del cuadernillo, que se convirtió en una especie de churro sobre mis manos. El público murmuró, inquieto, mientras los más cercanos a la arena optaban por integrarse en la grada, lejos del peligro, para contemplar la resolución de la situación.
Ella le pidió al camarero, que se había acercado solícito, un vermouth seco y un Drambuie con hielo, al tiempo que me arrancaba definitivamente el periódico de las manos, y lo dejaba caer, sin disimulo, al suelo. Bonita faena estaba yo haciendo, después de brindar al público:
Mis manos permanecían estúpidamente en el aire, sujetando la nada, mi faz roja y mi ceño indudablemente fruncido, hasta casi dolerme. Sin muleta –y sin estoque- no podía entrar a matar. La salida a la arena, ayudado por el camarero, pero desarmado, puso en evidencia mi torpeza. Sólo podía correr, huir; esperaba esa, mi única oportunidad. Faena de alivio y pinchazo, recibiendo.
Ni mi enfado ni mi vergüenza eran simulados. Ni mi estupidez tampoco.
Opté orgullosamente por bajar lentamente las manos -aunque seguían mis puños cerrados- hasta la mesa, como defendiendo mi bebida, mi posición. Mi sobresaliente me facilitó una nueva muleta, añadiendo hielo al vermouth, y me abandonó a mi suerte, algo compadecido, al apreciar la bravura del morlaco.
Con mi habitual decisión, seguía pensando qué decir, qué hacer, con los labios apretados.
Quien habló sin embargo, una vez obtenida su copa, y mirándola, mientras le daba vueltas lentamente, fue el doctor. El quinqueño se había fijado en mí, en lugar de atender al trapo; sin duda me había visto, y se olía el peligro.
Su voz era seria, pero amable.
-Juan, estábamos equivocados.
-¡Claro! –ya no aguanté mas-. ¡Pensaba,... pensabais que yo iba a abandonar mi refugio...!
-Te debemos una disculpa. Especialmente yo –dijo el doctor-.
Eugène permanecía silenciosa, pero sus ojos avellana, de novilla, enfrentaban directamente los míos.
-He actuado con precipitación. Haz el favor de escuchar – el doctor dijo esto último porque yo estaba a punto de soltar un exabrupto-. Me he precipitado. En parte porque habéis conectado tan bien vosotros dos –sonrió a Eugène-, se había vuelto todo tan sencillo, que me dejé llevar por el entusiasmo.
-¡Yo no voy a ninguna parte! –quise dejar claro. Ahora tenía a la vista la cruceta del negro zaíno, vencido, olisqueando mi muleta, en la línea de mi estoque,... de madera. Era el momento de la suerte final. Debía -ahora o nunca- entrar a matar.
-Nosotros tampoco –dijo por fin Eugène-.
-Ha sido un error mío –admitió levantando al fin la vista el doctor-: Cuando apareció la clave BUDA, me apresuré a enviarla a Eugène, sin analizar en profundidad el problema. Pero tu reacción, lógica por otro lado, me ha abierto los ojos. No conozco en detalle la información que ella te ha ido dando. No me preocupo de eso, porque me fío de ella.
El único poco fiable era yo, por lo visto. No valía la disculpa. Tenía enfilado el morrillo, apuntada la espada; bastaba girar los pies hasta colocarlos en línea y, con decisión, echarme entre los peligrosos cuernos afilados, para acabar de una vez con aquella ridícula historia.
-El doctor detuvo mi búsqueda frenética –siguió Eugène- al ver cómo te marchabas. Me preguntó qué habíamos estado haciendo...
Espero que ella no diera detalles. Creo que hay cuestiones privadas que no le tienen que importar a nadie, pensé. Además, no habían tenido tiempo...
-Le dije de dónde veníamos –Eugène me miraba seria a los ojos-. Dónde estábamos al recibir su mensaje...
Indiscreto, parecía...
-Yo estoy convencido de una cuestión básica –interrumpió el doctor-, que había olvidado. Y es la relación íntima que existe entre nuestros movimientos y los tuyos; porque estamos tratando con cuestiones personales, y la persona está por encima de los métodos o la ciencia,... con que había llegado a una conclusión evidente: Si tú rechazabas de plano el curso que estaba tomando,... el proyecto,...es porque yo me había equivocado en algo. Cuando adopté este punto de vista, todo se volvió más claro.
-¡Hombre, me alegro! –quise poner una sonrisa sarcástica, aunque sé que me sale muy mal.
-La conclusión, para mí, es que aquí, en Aranjuez, donde estamos, donde tú quieres estar, está necesariamente el foco que buscamos.
Ahora no le entendía, pero callé porque me convenía y porque al doctor se le notaba reflexivo, como si su cerebro estuviera trabajando a toda máquina. Eugène también le miraba ahora.
El público, satisfecho con la bravura del toro, más que con la faena del torero, pareció optar por el perdón. Un mar de pañuelos blancos pedía el indulto...
 -Luego la clave BUDA –ahora hablaba como pensando en voz alta- debe necesariamente estar relacionada con Aranjuez.
Meditó un rato, en silencio. Ninguno hablaba. Tomó un sorbo de Drambuie, sonrió y dijo:
-No voy a cometer el mismo fallo. Dadme un poco de tiempo, y lo resolveré; pero no ahora.
Miró a su alrededor, a los que nos miraban. El bravo animal había ganado su indulto; el presidente había hecho caso del clamor popular: Esta tarde nadie saldría herido de la plaza...
-Bonita terraza ¿Dónde vamos a comer? -Y se arrellanó sobre la silla de anea, mirando al cielo...
-Me ha dicho Eugène que te has interesado por la botánica.
-Bueno, no exactamente –dije, volviendo a meditar sobre qué más le habría contado-...
-Parece una buena idea. Se me está ocurriendo –hizo amago de levantarse, pero rectificó, y se volvió a arrellanar, contemplando el deambular loco de los vencejos-... No. Luego. Después de comer. Buscadme algún sitio, preferiblemente fuera de la población, en el campo.
-Eso es fácil –dijo Eugène mirándome ahora-. Hemos explorado varios gangos de la zona, y la mayoría son muy interesantes, aunque no tanto desde un punto de vista culinario...
Nos había llamado unos diez minutos antes, desde la estación.
Mientras entrábamos le comenté que la próxima vez bastaría con empujar con decisión la puerta del apartamento para que ésta se abriera sin más, porque el resbalón está roto. Y el portal lo abriría cualquier vecina, sin preguntar: No tenía que esperarnos.
Me miró un momento, no sé si enfadado, o perplejo...
Pero no dijo nada. De nuevo tenía prisa. La excitación delataba su interés, apenas reprimido.
Sacó de la bolsa lo que a primera vista parecía una pequeña cámara de vídeo digital, un cuaderno de notas, y algunos planos militares.
Nos resumió que el documento parecía describir, sin más, una amplia zona sobre el término municipal de Aranjuez, si la interpretación era correcta. (Esto confirmaría el acierto de la elección de Aranjuez como centro de operaciones). También la forma en que esa superficie se debía explorar.
Como de pasada, aclaró lo de buda.
En la primera entrada de buda, en el diccionario de la RAE, explica:
“Buda, de origen hispano o africano, espadaña de agua, anea”.
-Me dejé llevar por el exotismo, cuando la respuesta la teníamos delante de las narices. Tuvimos suerte de que Juan se resistió. Andaríamos ahora perdidos por algún aeropuerto de Egipto, Calcuta o vaya usted a saber –se disculpó el doctor.
-¿Quién es pues, Buda?
-No quién. Qué. Ayer, camino del restaurante, lo vimos. La laguna que dejamos a nuestra derecha está cubierto de carrizo, espadaña, enea, anea,... buda.
-¡Coño!
-Suerte que tenemos a Juan...
Me hacían la pelota de una forma sospechosa. Les dejé hacer, en espera de tiempos peores...
Decidimos -decidieron, a raíz de la interpretación del texto-, que había que ponerse a ello de inmediato; me abstuve de dar mi opinión, que tampoco era muy apreciada, pero seguía sin ver el motivo de tanta prisa...He de confesar que en parte me divierte esta inhabitual hiperactividad.
-¿Has probado la cámara?
-No. Pero me han garantizado que es lo que necesitamos. Me han dado explicaciones que coinciden con nuestras necesidades. Tenemos un buen laboratorio en la Autónoma.
-¿En todos los detalles?
-Creo que sí. Vamos a repasar.
-La óptica.
-Un gran angular. Ojo de pez. “Se ha de tomar en consideración la curvatura de la superficie”... –el doctor manejaba unas curiosas notas, cuyo origen no explicó, ni Eugène ni yo preguntamos. Quizá ella sí las conocía. A mí me sonaban a chino.
-El transductor, térmico, infrarrojos, ultravioleta, filtros...
Todas estas referencias se fueron mezclando en su conversación, aunque no hay que fiarse de mi trascripción: En las cuestiones técnicas, como ya se habrá observado, tampoco soy muy fiable,... 

sábado, 30 de abril de 2016

Aranjuez Anneau-Tournant

          La proyección de la torre, de unos determinados relieves de la torre, en su centro geométrico, alineados con el sol en el ocaso de su solsticio, determina una posición de las doce posibles del Anneau-Tournant, con una declinación, ascendente o descendente con respecto a las otras.

Partiendo desde esa posición única, se producen una serie determinada de giros, a derecha o izquierda, en una determinada secuencia y graduación, similar a la combinación de una caja fuerte, que va dando las partes del total capaz de abrir la “Puerta”.
Todo ello exige un momento especial, concreto en el espacio tiempo.
Y la apertura, una vez arrancado el mecanismo, se produce de forma automática, exista o no la voluntad externa que la provoque.
Los testigos del hecho quedan informados, y autorizados.
La idea del doctor es forzar la secuencia, el arranque, fuera de plazo, para adelantarnos al próximo solsticio, en previsión de alguna situación desafortunada que no concretó, pero que podíamos por experiencia imaginar.
Mediante el cálculo teórico de las posiciones celestes que se darán y haciendo uso de un complejo simulador, se reproduce de forma virtual el instante, siendo entonces nosotros capaces de forzar la secuencia desviando el rebote sobre la superficie de la torre del rayo infrarrojo, invisible, con una pequeña lente fabricada ex profeso con antelación en la universidad Autónoma, que debía situarse a una hora y en una posición exactamente determinada y de la que conocíamos todos los detalles, de forma que la refracción en un pequeño grado del haz lumínico lo condujera justamente hacia donde llegará dos días después.
Esto pondrá en marcha el mecanismo a voluntad, con la antelación buscada.
Con este mismo objetivo, el doctor sopesó la posibilidad de usar la máquina del tiempo que ya conocíamos para, en un corto viaje de ida y vuelta, recoger los datos geográficos necesarios y retroceder: Máquina del tiempo, Anneau-Tournant, máquina,... 22 de junio, 24 de junio, 22 de junio,...
Pero eso equivalía a exponernos a un peligro cierto, que no había motivo para correr.
Era mucho mejor idea probar el adelanto virtual.
A ninguno nos apetecía volver bajo el regajal, aún sabiendo que ya no existía peligro alguno.
Así que el doctor y su desconocido equipo universitario se centraron en el cálculo.
Según él, y a juzgar por los datos que veníamos manejando, casi podía adivinar el resultado, lo que resultaba indudablemente ventajoso.
Nuestra situación geográfica al pie de la fuente ya estaba exactamente definida.
Aunque no era nuestro destino final, resultaba un buen punto de partida.
(...)
Con la lección bien aprendida, elegimos una hora tardía.
Era preciso permanecer dentro del jardín después de la hora de cierre. Pero Eugène aseguró que esto no sería problemático, aunque no explicó sus planes.
Como de costumbre, reprimí mi deseo de preguntar.
Pero permanecer escondidos dentro del jardín mientras los guardias hacían la última ronda antes de cerrar las puertas de hierro no me parecía una misión complicada.
Ni siquiera, por lo que había podido observar, hubiera sido dificultoso entrar o salir del jardín fuera de las horas permitidas, utilizando para ello cualquiera de las puertas que sobre pequeños puentes cruzan la ría, que no se abrían nunca y que por ello estaban siempre descuidadas de vigilancia.
Otra cosa sería pasar desapercibidos ante los circuitos cerrados de televisión que ofrecían a la central de vigilancia barridos de imágenes desde posiciones estratégicas.
De todas formas, como de costumbre, no me quise preocupar de esos detalles, yendo con Eugène...
Como vulgares turistas curiosos, entramos al parterre por la puerta principal, con bastante tiempo por delante, y paseamos bajo los magnolios siguiendo la verja de la ribera del río, camino del puente que comunicaba el parterre y el palacio con la isla.
Nos detuvimos a ver cómo unos niños alimentaban con migas de pan a los haítos patos que deambulaban abajo, en un remanso del río tras la presa, porque nos sobraba tiempo y era agradable ver discurrir el agua verde, tempestuosa sobre la cascada, calmada un poco más abajo.
Después, tras rodear a Hércules, enfilamos el largo corredor de fuentes que desembocaba en la de Baco, atravesando muchas otras, entre las que se encontraba nuestro objetivo.
En un rato estábamos sentados, hipnotizados por las piruetas acuáticas y las borboteantes composiciones musicales del único chorro de agua que se eleva sobre la sencilla pileta del Anneau-Tournant.
Nuestro silencio, respetuoso con el ingenio artístico, no fue de momento roto, por tácita decisión. Simplemente, dejábamos que el tiempo discurriera, como el agua.
Eugène había tomado mi mano con la suya izquierda, como otras veces, como en forma casual.
Un leve cosquilleo, un leve escalofrío que atribuí a mi melancolía, parecía alcanzarme a su través.
Su mano se notaba fría, pero en absoluto desagradable.
Cuando observamos que los paseantes se iban dirigiendo sin prisa hacia la salida, porque varios avisos en forma de toques de corneta desafinada, a nuestra espalda, advertían del inminente cierre, hice amago de levantarme, al observar a nuestra espalda que el guardia uniformado, con la corneta en la mano, cerraba la lenta procesión.
Pero Eugène aumentó un poco más la presión sobre mi mano, en muda señal de que permaneciéramos inmóviles, sentados sobre la fresca piedra del banco.
Cuando el guardia llegó a nuestra altura, dirigió su mirada al banco vacío de su izquierda. Luego al de su derecha, donde nosotros encaramos sus negras gafas de sol.
Sin hablar, volvió la mirada al frente, hacia la fuente, para rodearla, justo por delante nuestro, al tiempo que volvía a embocar la corneta, emitiendo, un poco más adelante, otro monótono y desafinado aviso.
Al poco, desapareció bajo las sombras de los árboles del largo paseo.
Cuando se hizo evidente que el último turista, seguido del último guardia, habían abandonado el jardín, Eugène acarició un momento mi mano sudorosa, antes de soltarla.
He de confesar mi perplejidad, en primera instancia.
Contemplando al guardia alejarse, con la boca un tanto más abierta de lo normal -la mía, quiero decir-, me preguntaba si el vigilante pudiera formar parte del complot de amigos de Eugène y el doctor, lo que ya no me resultaba tan descabellado; pero me pareció improbable, porque la clara impresión que me produjo su mirada y su actitud tras los negros cristales no era de complicidad, como hubiera sido el caso, sino de que, en realidad, no nos había visto.
Lo cual era, a todas luces, impensable.